Contrarreloj
Pedro se dejó caer en la cama de su hotel, agotado. Desactivó la alarma, sabiendo que su reloj interno lo despertaría antes de las ocho. Entonces, cerró los ojos, rogando porque el sueño llegara pronto.
Cuando despertó, se sentía descansado, como si hubiera dormido por días. La oscuridad de la habitación estaba matizada con tenues destellos que se filtraban por los bordes de las cortinas. El silencio destacaba por sobre otras sensaciones, hasta que fue quebrado por una melodía que resonó con urgencia inusitada.
—¡Aló! —dijo Pedro con voz gutural.
—Hola, ya son las nueve —respondió su esposa. —¿Aún estás durmiendo?
—¡Mierda! —gritó—. Te llamo después.
Sin perder un segundo, Pedro reportó su salida y se lanzó hacia el exterior, donde un taxi lo aguardaba. Eran quince minutos para las diez. Estaba tranquilo, ya que el trayecto al aeropuerto duraba solo media hora. Podría dejar la maleta e incluso comer algo.
El vehículo avanzó rápido, hasta que llegó a una calle que cruzaba una rotonda. Ahí, todo se detuvo. Sin embargo, los minutos continuaron pasando con monotonía constante.
Pedro mantuvo la mirada fija en el reloj. De repente, el conductor ejecutó una maniobra tan ágil como inesperada que le permitió ingresar en la rotonda, dejando atrás el caos y devolviendo la esperanza a su pasajero.
El taxi se detuvo con un chirrido frente a la terminal. Pedro pasó un puñado de billetes al conductor sin siquiera esperar el cambio.
Con la maleta a cuestas, se dirigió hacia LATAM. El tiempo, esa constante implacable del universo, le llevaba más de una hora de ventaja.
La mujer del mesón observó con minuciosidad el pasaje y la cédula de identidad. Luego, su mirada, cargada de reproche, se posó sobre él.
—¡Está atrasado! —dijo, mientras su frente se arrugaba—. Hicimos el último llamado hace más de media hora.
—Lo sé —jadeó Pedro, con su respiración agitada como si hubiera corrido una maratón—. Nunca me había tocado tanto tráfico.
La mujer arqueó una ceja, queriendo decirle algo más, pero calló. Tomó el teléfono junto a ella e intercambió algunas palabras con el supervisor, entonces volvió a mirarlo.
—Tiene suerte —declaró, deslizando la maleta por la correa transportadora—. Ahora, ¡corra! Debe llegar a la puerta en diez minutos.
Así lo hizo, corrió hacia policía internacional solo para encontrarse con una larga fila serpenteante que terminaba en solo dos equipos de inspección.
Cuando llegó al control, puso sus pertenencias en una bandeja, la que fue engullida por la boca del escáner de rayos X. Luego, esperó que el policía le hiciera una señal para avanzar hacia el detector de metales. Al cruzar el portal, el aparato emitió un sonido bajo y una luz se encendió al instante.
Sudaba de forma copiosa, lo que despertó la suspicacia del policía. Con un gesto que no admitía réplica, lo apartó de la fila para una revisión adicional.
Al no encontrar nada extraño, el policía le preguntó:
—¿Por qué tan nervioso?
—Estoy tranquilo —dijo encogiendo los hombros—. Solo me quedé dormido y creo que ya perdí el vuelo.
—Ya veo —el policía lo miró de arriba a abajo—. Entonces corra, si tiene suerte, aún lo puede alcanzar.
En su carrera escuchó:
—Pasajero Pedro Nieto, diríjase a la puerta de embarque, última llamada, antes de bajar su equipaje.
Aceleró el paso, en una lucha contrarreloj. Al llegar a la entrada, estaba jadeante y con el corazón martilleando en su pecho a punto de escapar. Realizó el control y avanzó por la manga de embarque. Rogando por sentarse para que su sufrimiento terminara. En cuanto sus pies tocaron el interior de la aeronave, la tripulación cerró la puerta tras él.
A medida que avanzaba por el pasillo, vio los rostros de los pasajeros, repletos de un odio irracional a su persona. Decenas de ojos lo acusaban de haberles robado minutos preciosos de sus vidas.
La aeronave comenzó a moverse por la pista cuando una voz en el altoparlante lo hizo saltar:
—Buenas tardes, damas y caballeros. Les habla el capitán Carlos Minaya. —su voz profesional, estaba teñida con calidez y tranquilidad—. Nuestro vuelo…
Apenas había logrado relajarse cuando el servicio a bordo se desplegó. Una tripulante avanzó por el pasillo empujando el carrito de comida. La siguió otra, llevando las bebidas.
De repente, la rutina del servicio a bordo se vio interrumpida por una tripulante de rostro tenso, quien corrió desde la cola para hablar con sus colegas. Las palabras, inaudibles para Pedro, parecieron tener un efecto impactante en quien las escuchó.
Con una velocidad que contradecía la calma habitual del servicio abordo, las tripulantes maniobraron los carritos de vuelta hacia la cola del avión.
De inmediato, la dinámica de la cabina cambió. El murmullo de las conversaciones irrelevantes se apagó. Fue reemplazado por silencio, miradas de curiosidad y preocupación.
Pedro estaba tranquilo y su mente ocupada desentrañando lo que las azafatas parecían ocultar. Comenzó a formular hipótesis, como: ¿Una emergencia médica?, ¿un problema técnico?, ¿turbulencia?
El chasquido eléctrico del altoparlante presentó la voz del capitán Minaya indicando que debido a un desperfecto eléctrico deberían realizar una escala no programada.
La tripulación cambió su cuidadoso caminar por paso redoblado. Las manos, ágiles y experimentadas, recorrieron los asientos, retirando platos y vasos e indicando a los pasajeros que guardaran su equipaje de mano. Sus ojos escudriñaban la cabina, asegurándose de que todo estuviera en orden.
El vuelo LA2369, con sus 83 pasajeros, dio un brusco giro a la izquierda. La maniobra fue tan repentina como violenta. Pedro pensó que se desgarraría un ala, pero no ocurrió. La nave lo soportó sin problema.
A su alrededor, las dudas se transformaron en miedo. Era una sinfonía de reacciones humanas primarias: respiraciones entrecortadas, murmullos de plegarias en diversos idiomas, el clic de cinturones siendo comprobados una y otra vez.
Miraba por la ventanilla cuando vio cómo un líquido era expulsado desde el ala, comprendió de inmediato que estaban vaciando los tanques de combustible. Supuso que el desperfecto no era tan menor como lo había informado el capitán.
El océano Pacífico destellaba, indiferente a la emergencia aérea. A medida que la nave descendía, la costa peruana comenzó a revelarse: una planicie árida y desolada, de tonos ocre y gris, donde la naturaleza parecía haber olvidado pintar la vida. Una imagen no muy diferente a la del norte de Chile. En medio de ese paisaje inhóspito, el aeropuerto de Pisco emergió.
—Tripulación prepárense para el aterrizaje —ordenó la voz del capitán.
En segundos, la aeronave alteró bruscamente su ángulo de descenso. La maniobra hundió a los pasajeros en sus asientos. El aterrizaje distó mucho de las anteriores experiencias de Pedro. El avión tocó la pista con la gracia de un ladrillo, sacudiendo cada tornillo y remache de la estructura, que desató una oleada de gritos en la cabina.
La nave frenó con violencia, donde brazos, piernas y cabezas se dispararon hacia delante, víctimas de un latigazo que sembró dolor y confusión.
El avión se detuvo casi al final de la pista, lejos de toda estructura. El silencio que siguió al cese del movimiento fue breve y angustiante. Entonces, el personal de cabina se transformó. Sus movimientos, antes calculados y serenos, adquirieron una urgencia frenética. Se dispersaron por las salidas de emergencia con la velocidad del rayo, sus voces se elevaban en un coro de instrucciones.
—Evacuen, evacuen —gritaron con una mezcla de autoridad y pánico, mientras abrían las puertas y activaban los toboganes—. Evacuen.
La cabina se volvió un caos. Los pasajeros llenaron los pasillos. Pedro funcionaba en automático, siguiendo las instrucciones de la tripulación, incluso antes de comprender lo que le decían. El aire, cargado con olor del caucho quemado, entraba por las grandes aperturas de evacuación
Pedro no pudo evitar pensar en lo irónico de la situación: desde que despertó corrió para alcanzar el vuelo, y ahora debería correr para escapar de él.
Los pasajeros se agolparon en las puertas de emergencia, con miedo de saltar al vacío. La indecisión era un lujo que no podían permitirse y era castigada con brutal eficiencia. Cualquiera que tomaba más de un segundo en la escotilla era empujado hacia los toboganes, ya fuera por las manos de la tripulación o por la masa ansiosa de escapar.
Pedro saltó en cuanto llegó a la puerta. Fue atrapado por el tobogán, deslizándolo con cuidado hasta el suelo. La persona que saltó antes que Pedro, luchaba por bajar del tobogán, convirtiéndose en un obstáculo en su camino. Sin opción, sus pies impactaron contra la espalda del atascado pasajero, arrancándole un quejido de dolor y sorpresa. El remordimiento era un lujo que tendría que permitirse más tarde. Entonces, saltó del tobogán y se alejó. La evacuación se convirtió en una carrera desesperada por sobrevivir.
El avión estaba rodeado por policías, bomberos y paramédicos. Con voces roncas gritaban órdenes a los desconcertados pasajeros, que se alejaran del peligro oculto en la aeronave.
—Disculpe —dijo Pedro, deteniéndose frente a un policía—. ¿Qué pasó?
El oficial lo miró como pensando si valía la pena decirle algo.
—Hubo un aviso de bomba para este vuelo. Corra —gritó—. ¡Corra!
Pedro escuchó al policía, intentando comprender lo que le había dicho. Entonces, como si un interruptor se hubiera activado, sus piernas comenzaron a moverse. Pasando de una errática caminata a una carrera demencial. Cuando consideró que ya estaba lo suficientemente lejos, se detuvo agitado y sudoroso. Miró hacia atrás y vio que había otros pasajeros junto a él.
—¿Qué le dijo el policía? —preguntó uno de sus solitarios acompañantes.
—Hubo un aviso de bomba —respondió Pedro, sin sacar la vista del avión.
—¿Ahora qué hacemos?
Él encogió los hombros mirando con desconfianza la nave.
A lo lejos, un policía hizo señas para que se acercaran. Su voz fue apenas audible sobre el rugido de los vehículos de emergencia y el murmullo colectivo de los viajeros. Como ovejas en un rebaño fueron hacia el representante de la autoridad.
Allí, ante la seguridad aparente que les proveía la distancia, los pasajeros externalizaron sus emociones a través de quejidos, llantos e introspección. Hasta que fueron llevados al aeropuerto.
Cuando la tripulación llegó a la terminal, la multitud se abalanzó sobre ellos, ávida de respuestas. Sin embargo, la policía intervino con rapidez, conteniendo el caos incipiente. Les dijeron que pronto se daría información oficial.
Las autoridades a cargo encendieron el televisor de la sala para mantener a los pasajeros contenidos y absortos en las noticias que comentaban sobre los avisos de bomba. La sorpresa creció cuando se enteraron de que el LA2369 no fue el único afectado; otros vuelos también habían recibido advertencias similares.
Pedro se alejó de la multitud para encontrar un asiento, luego llamó a su esposa. Tras varios intentos, finalmente logró establecer el contacto.
—Hola, cielo —saludó Pedro, con voz tranquila.
—Hola. ¿Todo bien? —preguntó ella.
—Sí, pero aterrizamos en Pisco por un aviso de bomba. No te preocupes, fue una falsa alarma. Nadie salió herido.
Relató su experiencia, describiendo cada momento con detalle.
Al terminar la llamada, miró a su alrededor, observando a otros hacer llamadas similares, cada uno lidiando con su propio drama personal dentro de esa crisis colectiva.
Permanecieron confinados a un área del aeropuerto. Alrededor de las cinco de la tarde, el capitán irrumpió en el salón:
—Un momento de su atención, las autoridades no encontraron indicios de explosivos. Por lo tanto, los escoltarán en pequeños grupos para que puedan retirar su equipaje de mano. Posteriormente, serán trasladados a Lima, donde pasarán la noche. Mañana, se les asignará a diferentes vuelos con destino a Santiago.
Un suspiro colectivo de alivio recorrió la sala, el peligro había pasado. Algunos pasajeros se abrazaron, mientras otros permanecieron en silencio, procesando las novedades.
Ya en la madrugada, Pedro entró en la habitación asignada. Vio sobre la mesa una bolsa con un sándwich, una manzana y una lata de bebida, las que consumió al instante. Agotado física y emocionalmente, apenas tuvo energía para ducharse antes de desplomarse en la cama.
A la mañana siguiente, encontró bajo la puerta el horario de su vuelo de regreso a Santiago.
Antes de salir hacia el aeropuerto puso las noticias, escuchó que el responsable del aviso de bomba fue detenido y arriesgaba una pena de quince años. Una mueca se dibujó en los labios de Pedro. Entonces, apagó el televisor, Agarró su mochila y dio un último vistazo a la habitación.
«Vuelvo a casa», pensó, cerrando la puerta tras de sí.